9 de septiembre de 2009

La casa del Cuajo

Iban para Jojutla, habían estado esperando a que bajara el sol para irse porque a esa hora ya estaba fresco. Algunos vecinos empezaban a regar sus patios para luego salir a sentarse a pasar la tarde frente a la calle.
     – Yo manejo– le dijo el Banana a su madre quien le dio las llaves casi de inmediato. Se subieron al coche, él acomodó los espejos, arrancó el auto y emprendieron el viaje.
      Todavía iba en primera cuando pasaban frente a una casa con el portón abierto de par en par y un moño blanco colgado sobre el dintel de la puerta. Pero él no vio nada de esto, porque justo en aquel instante volteó a ver a su madre que le contaba el último chisme de la colonia:
      –Sí, me dijo Doña Dula que apenas murió un muchacho de por aquí– le venía diciendo.
      –¿Y dónde fue el muerto? –preguntó el Banana–
      –Ahí… – le dijo en voz baja como si alguien pudiera oírle y le señaló la casa con el moño blanco: –Que era Doctor.... Dice Doña Dula que apenas acababa de empezar a trabajar y que tenía poco de vivir por aquí… Esta como salada esa casa ¿verdad?
      – Si Jefa –contestó el Banana – dio vuelta en la esquina, metió segunda y aceleró un poco.
      – ¿Y por qué el moño blanco amá? –preguntó cambiando la velocidad.
      – Pues dicen que cuando el muerto es joven se pone un moño blanco –le contestó sin darle más detalles.
      En ese momento se acordó de su mejor amigo: Carlos, el Cuajo; así le decían. Se le vinieron a la mente imágenes de cuando se conocieron en la preparatoria. Lo recordaba en aquél entonces ya barbado, con el cabello largo y su guitarra, siempre alegre; sentado toda la tarde en las jardineras de la escuela, rodeado de chicas, como si nada más a eso fuera, a tocar para ellas. En un segundo se le revelaron las fiestas, las tocadas, sus innumerables borracheras juntos y aquella vez en que con otros amigos habían estado tomando; deambulando abordo de la camioneta del padre de uno, al que le decían El Pechuga. Se llamaba Fernando pero no sabían mucho de él porque era sólo un conocido, un amigo de otro amigo a quien veían de vez en cuando. Vagaron un rato buscando una sombra para estacionarse hasta que la encontraron no muy lejos del pueblo y ahí se quedaron.
      Ya puntos briagos, el Pechuga de repente empezó a llorar y a decir que quería morirse. Al principio nadie le hizo caso y se rieron de él porque todavía no habían visto que traía una pistola.
Cuando la sacó, se apagaron las risas y el relajo que tenían. Uno de ellos saltó fuera de la camioneta por el susto, pero el Cuajo no, él permaneció sentado, sereno frente al Pechuga.
      –Tranquilo Güey, ¡cómo que te quieres matar!, ¡cálmate!, no hables así – le decía para tratar de aplacarlo porque ya traía el arma en la mano. Por momentos se apuntaba a sí mismo o a los demás, con imprudencia, más que con la intención de lastimarlos.
      Los otros empezaron también a hablarle hasta que se fue calmando entre risas y abrazos que compartieron todos. La tensión se tornó euforia y no volvieron a hablar del incidente esa noche. Ya entrada la madrugada el Pechuga empezó a repartirlos en sus domicilios y así terminó la velada.
      Unos días más tarde, se supo que aquella noche que todos recordaban como una de las más alegres, el Pechuga se había dado un balazo en la pierna y otro en la cabeza. Disparos que únicamente lo dejaron ciego y cojo.
      – ¡Siquiera se hubiera dado bien el balazo!, ¿no Güey? –bromeaban después de unas semanas al hablar de él. Medio año más tarde supieron en una fiesta que el Pechuga finalmente se había suicidado.
     – ¡Que ora si se dio bien en la madre el Pechuga! ¿Verdad, Güey? –le dijo el Banana al Cuajo carcajeándose en aquella fiesta. De eso siguieron hablando hasta que se les fue olvidando con cada trago. Horas después terminaron hablando de temas más agradables entre pláticas entre cortadas por el hipo y los eructos hasta ya muy tarde.
      Al otro día, como siempre, pasaron al mercado a curarse la cruda y después de comer fueron a tomarse una cerveza en una tienda, que los dejaba tomar a escondidas, dentro de una bodega, porque no había dónde más.
      –Pero nada más una ¡eh! –le dijo el Banana al Cuajo.
      –Si Güey, pero caguama pues ¿no? – profirió este.
      Y sí…, extrañamente nomás una se tomaron y ya no hablaron más del Pechuga. Al quedar las dos botellas vacías se despidieron chocando fuertemente las manos y cada uno se fue por su lado.
El fin de semana siguiente el Banana regresaba a su casa después de hacer un mandado y al entrar encontró a su madre muy seria. –Ya vine amá– le dijo al entrar.
      La mujer lo miró sin contestarle el saludo y le dijo:
      –Hijo, me vinieron a avisar hace un rato que se mató tu amigo Carlos. Dicen que en el baño de su casa se dio un balazo en la cabeza…, que aprovechó cuando su madre se fue con su hermana al mercado. Su hermana lo encontró en el baño sentado como si estuviera borracho. Lo siento mucho mijo.
      El Banana que había estado de pie mientras escuchaba, se sentó sin decir nada mirando al piso con los ojos llenos de lágrimas y su madre le acarició la cabeza.
      Después de la muerte del Cuajo los papás vendieron la casa y al año se supo que también murió el papá. Lo mató la pena; desde el día del entierro empezó a tomar casi diario. Seguido amanecía tirado al lado de la tumba de su hijo o encima de ella y en una de esas ya no despertó. Eso fue lo último que supieron de ellos, luego de eso desaparecieron la madre y la hija.
      El Banana recordaba todo esto mientras manejaba y platicaba con su madre; pensaba en su amigo el Cuajo, en el Pechuga y en el Médico muerto. Miró al espejo un instante para volver la mirada al camino y preguntó: – ¿y de qué murió este ama?
      – Lo mataron ahí por donde están las muchachas de la fruta. Dicen que una camioneta se le cerró y que este los fue siguiendo mentándoles la madre hasta que se pararon frente a la Luna. Ahí se bajó él muy gallito mentando madres y que hasta la puerta dejó abierta y el carro prendido de lo enojado que iba. Los otros ni se bajaron, nomás se asomó uno por la ventana y le vació la pistola. Me dijo Toño que a él le tocó ver, dice que ni tiempo le dio al pobre muchacho de nada, que la gente se empezó a tirar al suelo al oír la balacera. Que se veía así como en una película.
      –Que gacho Jefa… ¿y los güeyes esos?
      – Pues quién sabe…, ¡quién quieres que los agarre! Se fueron, como pa’ Puente me dijo Toño. ¡Ya ves! Por eso mejor no decir nada hijo. Sí se te cierran, que se te cierren; sí te la mientan, pues que te la mienten hijo, que nada te quitan. Ni que fuera la gran ofensa una mentada de madre… “¡Ay! ¡Es que me mentó la madre!” dicen unos muy ofendidos… Como si de veras quisieran o les importará tanto la madre que con una mentada ya se están acabando… luego son bien groseros. Además, no vaya a ser que por una pendejada de esas te vayan a matar y que muerte tan pendeja ¿no?
      – Si, Jefa –asintió el Banana volteándola a ver de rápido y siguió manejando.

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