14 de octubre de 2009

Las Belén

No esperéis piedad de quienes no conocen a Dios y odian a sus criaturas
Sticker hallado en una calle

Aleida y Aloida Belén eran secretaria general y tesorera del comité de la iglesia de San Miguel Arcángel. Todo su tiempo libre lo dedicaban a la iglesia y a todas las actividades que tuvieran que ver con ella. Las dos organizaban todo, las procesiones de Semana Santa, la fiesta del día de la Virgen, la kermés del domingo, los encuentros juveniles y entre semana vendían boletos para las rifas que tenían lugar en al atrio de la iglesia el segundo domingo de cada mes. Pero en lo que ponían especial atención era en la fiesta del Señor de Tula de quien eran devotas. Ambas soñaban con la remodelación total de su iglesia pero más con la construcción de un santuario dedicado al Señor de Tula, que era el santo patrón del pueblo.
      Una tarde volvían de la iglesia y al entrar al jardín una pestilencia a heces de gato les quitó la sonrisa del rostro.
      —Fue Margaro, ¡pinche gato!—dijo Aloida enfurecida. Margaro era el gato de doña Juana, su vecina y tenía la costumbre de orinar o excretar entre los preciados anturios que tanto trabajo les había costado cultivar.
     Al día siguiente, fueron al mercado como todos los días para comprar el mandado pero esta vez agregaron un cuarto de bofe para el gato. Aloida tenía desde la noche anterior un frasco con vidrios que ella había triturado con un martillo. Cuando llegaron, Aleida preparó la carnada mezclando todo uniformemente, luego lo espolvoreó con un poco de veneno para rata, lo mezcló todo perfectamente, tendieron la trampa y se fueron como cada mañana a la iglesia.
      Al regresar encontraron todo oscuro, cuando prendieron los focos encontraron a Margaro retorciéndose lentamente entre los anturios.
      —Mira, todavía está vivo —le dijo Aloida a su hermana sorprendida.
      Lo veían moverse, por momentos el gato que se retorcía en el suelo repentinamente. Cuando respiraba, respiraba hondo, abría al máximo la quijada y daba profundas bocanadas, como queriendo vivir un poco más.
      —¡Hay que matarlo!. —le dijo Aleida a su hermana y se separaron sabiendo exactamente lo que tenían que hacer.
      De nuevo en el patio se encontraron con lo una bolsa de plástico y un martillo. Aloida metió al gato dentro de la bolsa, la ató con fuerza y la dejó caer sobre la tierra. Aleida empuñó el martillo y con la otra mano sometía al resbaladizo gato. Apretó lo que creyó su cuello y dejó caer el peso del martillo jalándolo hacía abajo con toda la fuerza de su brazo directamente en la cabeza del gato. El certero golpe provocó que se reventara la bolsa como si algo hubiera explotado algo dentro. y escapó por un segundo de su mano.
      —¡Mátalo ya! —gritó Aloida y Aleida subió de nuevo el martillo y lo dejó caer en repetidas ocasiones hasta que convirtió la bolsa en una mancha espesa y parda compuesta de trozos de plástico, sangre y tierra. Cuando terminó el frenesí Aloida contemplaba la escena sin pronunciar palabra. Aleida yacía hincada todavía sobre sus rodillas cuando se acomodó el cabello detrás de las orejas, se limpió la frente y le pidió otra bolsa y el bote de la basura a su hermana.




2 comentarios:

Karla dijo...

Hermano: "Y no quería, y no quería morir!" Pobrecito gato. Pinches viejas. El final de la narración es escalofriante! Sufrí con el inocente animal.

De verdad elaboraste un buen texto, Pochito, y me fascina que hables del pueblo y de los mitos familiares.

Mando un beso. Sígale, sígale!

Anónimo dijo...

Amigo, qué buen cuento, no pinches mames, por qué te los guardas eh? QUé buen final. Lo disfrute mucho. Te felicito.