1 de octubre de 2009

Justina

Justina tenía un hijo enfermizo llamado Narciso y era su adoración. Poco después de que naciera, su marido los abandonó y desde entonces lavaba ajeno para vivir. Justina lucía cansada, hablaba poco y no sonreía a menos que se tratara de su hijo.
      Una o dos veces por semana iba a lavarle a una mujer llamada Ofelia que también tenía un hijo dos años; llamado Aureliano. Como Justina no quería dejar a su hijo con alguien se lo llevaba a todas partes y aún cuando estaba lavando, solía vigilarlo, sin perderlo de vista.
      Al principio le gustó que Narciso tuviera con quien jugar. Los dejaban jugando en el centro del patio bajo la sombra de un gran tamarindo, un poco más allá estaba Justina, en medio de un charco, entre el tanque y el lavadero, salpicando y tallando mal encarada, con fuerza, como si quisiera sangrarse los nudillos.
      Cuando los niños llegaban a reñir por algún juguete Ofelia iba rápidamente a quitarles el juguete por el que estuvieran peleando y se lo entregaba a Aureliano sin regañarlo nunca. A Narciso tampoco le decía nada, pero le iba haciendo desprecios que Justina aguantaba, agachada, apretando los labios sin dejar de trabajar. A veces, cuando iba a tender la ropa, Justina veía a aquel niño extraño, sentado ahí, comiéndose alegre una gelatina o un pedazo de fruta. Otras veces, miraba desde el lavadero cuando Ofelia salía para arrancarlo del juego y darle un vaso grande con leche para mantenerlo saludable. Lo malo era que Narciso también estiraba los brazos sin recibir nada y cuando Justina veía esto con voz fuerte y enérgica lo llamaba inmediatamente, pero casi siempre tenía que ir por él y nalguearlo un poco. Luego lo sentaba en un petate cerca de ella para que se durmiera.
      Al atardecer le pagaron el día y se despidieron, ella aguantándose el dolor de espalda y el niño pegado a su falda, molesto porque lo habían despertado. “Entonces te espero mañana” alcanzó a gritarle Ofelia antes de que cerrara la puerta.
      Al día siguiente, temprano, cuando todavía no daba sombra en el patio llegaron Justina y su hijo. Ella comía de una bolsa con semillas y caminaba despacio. Él, otra vez agripado, venía feliz arrastrando un juguete amarrado con agujeta blanca. Terminaba de correr el pasador del portón cuando Ofelia aventó un montón de ropa cerca del lavadero y la saludó. Justina instaló a su hijo, acomodó sus cosas y empezó a separar las prendas.
      Una media hora después sin venir al caso, Ofelia incistía en que quería mostrarle el vestido que le había regalado su esposo y se lo probó para ella. Cuando Justina la vio, le dieron ganas de decirle que no le gustaba, que se veía más gorda de lo que estaba y que parecía haber sido despreciado por la querida del marido, porque sospechaba que el señor tenía su detalle y que a Ofelia le gustaba cegarse. “Que bonito se le ve señora…” le dijo con una sonrisa fingida y siguió lavando.
      La patrona dio un par de giros con una sonrisa estúpida y fue a quitarse el vestido contenta. Entonces Justina miró a los niños jugar un poco lejos. Dejó la jícara en el agua y se acercó para ver qué estaban haciendo. Al llegar los encontró jugando con las semillas sobre la tierra, les quitó la bolsa y empezó a recogerlas hasta juntar un puñado en su mano. Sopló un poco, lo suficiente para hacer volar las diminutas hojas de tamarindo y una por una empezó a dárselas a Aureliano en la boca, con una sonrisa en los labios.


2 comentarios:

fernando dijo...

¿tentras la posibilidad de subir el nuevo de los joe volume - perfect picture paranoia? por favor...

Karla dijo...

Hermano, está chido tu cuento. Jajaja! Me cayó rebién que Justina se vengara, y, además, con tanta elegancia!

Ya quiero morir, Malena, dame unas semillas con tierra!