7 de diciembre de 2005

Contar Estrellas

Contar Estrellas

Gerardo Sifuentes


El temor era un pasajero más que se había apropiado de nuestros asientos, impregnando su esencia en los uniformes, lamiéndonos el rostro cada vez que nos veíamos en el espejo. Era especialmente difícil soportarlo, si se pensaba que además de él existíamos cinco personas en la misma lata tecnificada con forma aerodinámica.

Ella crecía sobre nosotros.


La huella sobre el vidrio filtraba la luz solar por sus falanges, el hueco que se formaba al centro de la palma era un ojo de luz que parecía observarnos en cada movimiento. Cinco dedos extendidos, uno por cada miembro de la expedición, extraña superstición que se había formado al cabo de unos días cuando su presencia formaba parte de nuestra alterada rutina.


Observaba su sombra reptar lentamente por el estrecho pasillo, agrandándose mientras se deslizaba por la pared que ostentaba un letrero con indicaciones de seguridad.


Y crecía conforme avanzaba nuestra órbita, esa mancha que parecía querer atraparnos aprovechando su negra elasticidad.


Al querer borrarla en un acto de temeridad involuntaria, habíamos caído en cuenta que la huella estaba impregnada al otro lado del vidrio polarizado, afuera, en el silencio.


En un principio nadie parecía prestarle atención, considerándole sólo como el recuerdo que algún técnico en tierra había dejado para que al menos una parte de él viajara al espacio. Después nadie se atrevía a verle por más de unos segundos y las hipótesis entre la tripulación llegaron hasta la ufología más paranoica, llegando a creer que el responsable nos vigilaba desde afuera, marcando cada uno de nuestros movimientos como en una granja de hormigas.


Lo peor era que el pasillo sin luz artificial era camino obligado para llegar al almacén y a los dormitorios, por lo que habíamos optado por dormir al otro extremo, en el laboratorio.


Y su presencia se sentía en el ambiente.


Su sombra, una extensión de la huella misma palpando el interior de nuestra nave. Sus delgadas líneas hereditarias perfectamente trazadas, los minúsculos caminos dactilares sujetando el vidrio y la nave, sola en el espacio, como llamando para que le abriéramos la escotilla y la dejáramos entrar.


Ya no quería ser astronauta, no lo deseaba. Una serie de circunstancias me habían arrojado al espacio para enclaustrarme y contar estrellas una por una hasta enloquecer.


El atraso en el itinerario sólo le importaba al capitán, quien temía que apareciera otra huella en alguna ventanilla de la nave donde proyectara una sombra más para robar nuestra área de supervivencia, rodearnos hasta asfixiar la poca cordura que quedaba. Las dos mujeres, una doctora y una bióloga marina fuera de lugar, comenzaron a irritarse en poco tiempo, tal vez debido a la extraña sensación de verse tentadas en sus generosos traseros por la mano invis­ible que depositara su huella en el vidrio. El primer oficial se limitaba a sentarse en un rincón del reducido cuarto­ laboratorio para hacer cuentas fantasmas que sólo él podía interpretar.


Nos tenía controlados, éramos sólo ardillas haciendo girar el cilindro de alambre para sacar nuestra energía.


El organismo mecanizado de la nave detectó una fuga en alguna arteria hidráulica, pidiendo ayuda a través de unas alarmas, rompiendo nuestro trance de extraño cautiverio. La responsabilidad recaía en mí, y el cuarto de herramientas quedaba al otro lado de la frontera establecida por nuestra extraña pasajera. Las miradas dirigidas a mi persona reclamaban acción pero no prometían ayuda.


Fue entonces que decidí borrarla ante la aprobación unánime de mis colegas.


El grueso traje naranja y amarillo era la esencia del astronauta convertido en arlequín cósmico. La gruesa burbuja de vidrio, pecera craneal que recibía mi cabeza y una concentración moderada de oxígeno, reflejó los rostros esperanzados de un grupo de humanos considerados en otros tiempos como la élite glamorosa del sueño universal, ahora meras justificaciones de presupuestos fantasmas vertidos en burocracia. Observaron su miedo reflejado en el casco.


Cuando sales al espacio dejas de ser hombre.


Las señales con estática intermitente saturaron mis oídos, lanzándome coordenadas imposibles sobre mapas irreales. Segundos después, el silencio. El grueso cordón umbilical que me ataba a la nave formaba un arco en la nada mientras me desplazaba con más dificultad de la que creía. Pasé por encima de la nave, y sobre ese fondo tan negro me pareció como un juguete hecho a la medida del capricho humano.


En el espacio sólo habita el silencio y un perro abandonado hace muchos años.

Pensaba en la huella, un ataque paranoico que me hacía voltear a todas las direcciones posibles en busca del responsable, tan perdido en aquel negro océano como yo. No quería ser sorprendido por él posando sobre mi hombro esa mano tan intrigante. Lo absurdo de la idea se perdía en tanto me acercaba a la ventana afectada, que en ese momento reflejaba la poca luz que dejaba pasar el planeta que rodeábamos en órbitas en apariencia lentas.


Ahí estaba, adhiriéndose al vidrio-espejo como una araña de considerable tamaño. Mi temor al acercarme a ella crecía lentamente, esperando que de un momento a otro saltara hacia mi rostro o desgarrara el colorido traje espacial. Acerqué mi brazo en cámara lenta, haciendo acopio de todo el valor disponible. Fui borrando ese rastro tan enigmático empezando por los dedos, haciendo que las partículas de grasa y polvo espacial se dispersaran flotando con una lentitud espantosa. Deformaba la figura, expulsándola de la nave y de mi conciencia. Un grupo de siluetas tras el vidrio-espejo me indicaron que el resto de la tripulación presenciaba aquel ritual, extasiados, admirando lo que se había convertido en el trabajo más complicado de aquella misión y quizás el de muchas otras que se tuviera memoria.

Casi a punto de terminar detecté las llamas en el inte­rior. Las siluetas se movieron rápidamente mientras un par de láminas del fuselaje se desprendían. La nave había considerado más peligrosa la fuga en su interior que nuestro miedo. Los sonidos del desastre se ahogaron en la inmensidad del espacio, un espectáculo mudo que presenciaba con terror.


Me desprendí del cable umbilical mientras observaba cómo la nave se fragmentaba en silencio, integrándose a la atmósfera de aquel planeta, prendiéndose por la fricción en un millar de puntos rojos.


Y al final nada.

Quedé solo, con la imagen de la huella grabada en un sector perdido del subconsciente. Me di cuenta que mi mano también tenía cinco dedos y una habilidad tremenda para aferrarse a los sueños.


Estaba solo, como el perro astronauta, orbitando lunas y midiendo distancias con cometas. Accioné la radio de emergencia que de inmediato desplegó señales intermitentes, perdiéndose a la distancia en busca de ayuda.

Todos deberíamos ser astronautas alguna vez.

El receptáculo de orina de mi traje se llenó involuntariamente cuando la vi de nuevo.

Sujetaba la burbuja del casco. Las huellas del índice, medio y pulgar sobresalían en la parte superior de mi visión. Me tenía, era suyo.


Había olvidado que era mi propia huella la que estaba plasmada en mi traje y en mi mente.

Las estrellas formaban constelaciones, miles de manos sujetando el caos entrelazándose entre sí.

Algo tiró de la parte posterior de mi traje.

Después de todo no estaba tan solo.

Así que mientras esperaba el rescate o lo que el destino me tuviera preparado me dediqué a contar estrellas, usando los dedos de mis manos a sabiendas que me bastaban para abarcarlas a todas.


 

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